1976, politólogo, periodista freelance
[04/03/2010]
Si fraccionamos la realidad iraquí y tratamos de explicarla desde una perspectiva unidimensional -o desde el extranjero- no entenderemos prácticamente nada. A medida que nos sumergimos entre la gente y compartimos comida y tertulia, viaje y sueño, con personas tan independientes como se pueda serlo en ese país, avanzamos hacia la comprensión de una evidencia tan obvia que sólo cabe explicar para su deseable debate. El Irak de 2010 no es el Irak de 2003. Han pasado siete años y muchas cosas. Casi todas extremadamente violentas, dolorosas e injustas. Y cuando cambian las respuestas -por evolución natural de los acontecimientos- es importante cambiar también las preguntas para que el disco no se raye.
Existe una versión canónica difícil de modificar debido a la lejanía física y la brecha insalvable que el nivel de peligrosidad de las calles de Bagdad ha impuesto a los extranjeros, cada vez más perdidos en el cuarto oscuro generado por el riesgo al secuestro. Frente a ella, otra versión caleidoscópica, más compleja y llena de matices, a la que sólo se puede acceder a través de la cercanía, el tiempo, la paciencia y la escucha, sin prejuicios, de lo que los iraquíes que se quedaron en Irak, por voluntad u obligación, nos pueden y nos quieren contar.
En abril de 2003 una coalición de militares extranjeros derrocaron el régimen de Saddam Hussein con varios objetivos entre los cuales, los más evidentes eran controlar los recursos naturales y quitarse de en medio a un dirigente, ex-aliado, cada vez más incómodo en el equilibrio regional. Comenzó entonces, la resistencia lógica y legítima que cualquier ocupación genera. Según dicha lectura, la resistencia se mantiene activa, pese a que nadie sea capaz de localizarla más allá de un grupo de exiliados que se autoerigen en sus dirigentes y de los que sería mejor no trazar su pasado profesional anterior a 2003. Todo lo que no es ocupación ni resistencia es colaboracionismo apoyado por Irán. Muchos exiliados iraquíes y algunas organizaciones de solidaridad se esfuerzan por transmitir ese punto de vista, que mantiene una cierta lógica explicativa y, sobre todo, responde a lo que quiere oírse, por costumbre, toma de posición previa o porque cambiar de opinión a la luz de los hechos no está bien visto en cenáculos y tabernas. Si tiene lugar una masacre de civiles en las calles de Bagdad siempre ha sido Al Qaeda, es decir, los extranjeros o fantomás con su máscara. Y si en algún momento es obligatorio reconocer que iraquíes asesinan iraquíes, la respuesta es simple: "escuadrones de la muerte" pagados por Estados Unidos, Israel o Irán para culpar a la insurgencia o al tendero del quinto según sea miércoles o viernes y sirva al discurso anti-imperialista.
No obstante, en el Irak compartimentalizado de 2010, un Irak que prácticamente no existe tal y como lo conocimos, la realidad es mucho más compleja. Casi un tercio del país, el Kurdistán iraquí, se desarrolla en un régimen de semi-independencia de facto del gobierno "federal" al mismo tiempo que sus líderes políticos participan activamente del régimen central, incluso detentando la Presidencia, léase Jalal Talabani desde su palacio de Al Jadiriya en el centro de Bagdad. Y casi otra mitad del país, de Bagdad hasta Basora, de abrumadora mayoría confesional chiíta se encuentra controlada por partidos y milicias que, de un modo u otro, han llegado a acuerdos internos tras varios años de enfrentamiento interno y conviven en guerra fría con lo que queda de la ocupación, retraída en sus bases y observando los hechos alternativamente desde la distancia de las armas preparadas para regresar a las calles y los despachos de la administración. Que en el sur de Irak se utiliza en muchos casos la palabra ocupación como sinónimo de revolución, liberación, caída del antiguo régimen y final de la dictadura de Saddam es tan obvio como incómodo a muchos de nuestros oídos. Que trabajar para la coalición ha sido y es uno de los objetivos de miles y miles de jóvenes iraquíes, llamados por el dinero y la posibilidad de emigrar, no de exiliarse por motivos políticos, sino de emigrar económicamente, derrotismo y colaboracionismo. Que Erbil y Suleimanya en el norte kurdo nunca han vivido período de calma, libertad y desarrollo como el que tiene lugar hoy en día no es calificado más que de pura "propaganda del protectorado norteamericano-israelí". Los relatos de los habitantes de la región de Gharmian respecto a los miles de personas que fueron gaseadas o enterradas vivas por el ejército de Saddam mientras los guerrilleros independentistas eran ejecutados y se dejaban sus cuerpos colgados, pudriéndose en las puertas de sus casas hasta que se descomponían son, para muchos, un detalle nimio a la hora de comprender por qué los kurdos abrieron paso a los extranjeros que derrocarían a quien aplicaba contra ellos un proceso de limpieza étnica en toda regla.
En el Irak de hoy en día podemos encontrarnos con militares del ejército que trabajan codo a codo junto a los norteamericanos y que 7 años atrás lo hacían para el régimen que la coalición derrocó. Alcaldes, diputados y gobernadores que se esfuerzan, según sus palabras, por construir, por primera vez en la historia de su país, una democracia, y activistas de ong´s que pretenden incidir en el debate abierto sobre la reforma de la constitución iraquí a través de la movilización ciudadana, firmando peticiones, organizando manifestaciones y participando a través de partidos y todo tipo de asociaciones de la sociedad civil. Todo esto recogido por más de 300 periódicos publicados en un país en el que hace siete años tan sólo podían leerse cuatro periódicos, con censura previa.
Y de cara a las elecciones legislativas iraquíes, en las que se está abriendo un fuerte debate, trufado de ejecuciones y explosiones, se presenta la inhabilitación de candidatos como una medida de represión contra el antiguo Partido Baath y la minoría sunní para reforzar las tesis de que es Irán quien decide en el gobierno iraquí a través de su control de la mayoría chiíta. Pero si se analizan los motivos reales de dicha exclusión podría comprenderse que se trate, tan sólo, de buscar una excusa cualquiera, siendo el Baath el MacGuffin de esta película de terror, para descartar adversarios en la carrera electoral. Ha sido Saleh Al Mutlaq, líder de una facción sunnita. Porque amenazaba electoralmente a la coalición de gobierno. ¿Pero cuantos sunnitas se mantienen en el parlamento y en las listas electorales, incluso en el propio gobierno de Al Maliki?, ¿cuantos participan de listas mixtas? ¿cuantos generales del ejército iraquí tienen un pasado evidente de participación en el régimen de Saddam? Es probable que el sobredimensionamiento del Baath no sea positivo ni para quienes pretenden erigirlo en representación de los sunníes, lo cual es falso, ni para quienes pretenden anular a sus exmiembros, muchos de ellos perfectamente integrados en la sociedad.
Como no menos cierto es que si se tiene una tarde para hacer una serie de preguntas espontáneas por las calles de Najaf en los alrededores de la Universidad de Khoufa, antigua base del ejército español, no se encontrarán opiniones negativas respecto a la presencia de las tropas allí. Aunque sea ganando por comparación ante el comportamiento indefendible de muchos de los norteamericanos. O que, desde el punto de vista de la formulación de una política exterior española, la repentina decisión de retirada de tropas invalidó a España como actor en el diseño del futuro del país, disminuyendo y perjudicando cualquier canal de interlocución ante las autoridades iraquíes que se sintieron, cuando menos, traicionadas. Una opinión digna de reseñar, al menos, es que cuando se revuelve una casa, antes de abandonarla tal cual, quizá sea prudente dejarla en orden.
Una realidad evidente, y que irrumpe con fuerza ante cualquier observador es el dinamismo creciente de la sociedad iraquí, que se organiza, participa, debate e interviene sobre su futuro. Resistencias civiles, diarias, constantes, y bajo múltiples amenazas, en un contexto en el cual, pese a no conocer previamente la democracia, esa fuerza en construcción, muchos, los que se quedaron, se esfuerzan por no tirar la toalla. En un contexto, el de la ocupación extranjera, que comienza a retraerse y en el que lamentablemente, muchos de los hombres y mujeres que continúan, si bien de manera cada vez más espaciada, inmolándose en medio de las calles, hoteles y ministerio, despedazando a decenas de compatriotas, ya no portan pasaporte de yihadista extranjero.
¿Cuantos iraquíes han muerto a manos de la violencia provocada por la invasión? ¿Cuantos iraquíes han muerto torturados por compatriotas en el marco de la violencia sectaria interna que destrozó el país? ¿Quien puede asegurar la autenticidad de las reivindicaciones de las masacres en los mercados? ¿Quien puede dibujar la línea roja que divide terrorismo de resistencia cuando por cada soldado ocupante muerto han caído cientos de iraquíes bajo bombas anónimas?
¿Cuantos millones de iraquíes se han visto obligados a convertirse en desplazados?. ¿Cuantas conversaciones y tertulias con los habitantes actuales de Bagdad giran en torno al regreso de quienes se fueron y creen, erróneamente, que es imposible regresar o simplemente, viven mejor en el extranjero que en un país roto, con toda la legitimidad de quien emigra esperando una vida mejor pero bajo una causalidad para su exilio diferente a la explicitada?, ¿Cuantos iraquíes no regresan porque la transición en su país lleva pareja la venganza para quienes colaboraron activamente con las masivas violaciones de derechos humanos cometidas por el régimen derrocado?.
Sin olvidarse, cierto es, que una serie de provincias de Irak continúan, a comienzos de 2010 presentándose prácticamente inaccesibles para los periodistas que no viajan con escolta armada, así como para casi cualquier iraquí que no sea oriundo de las mismas como Diyala, Ramadi, o Anbar o Mosul. Y que son precisamente esos los lugares en los que se escucharían opiniones diferentes a las recogidas en esta serie de textos. La clave y el límite del periodismo, muchas veces, está en que se habla con quiere hablar y se llega a donde se puede llegar. Por eso, casi nunca, el periodismo debe disfrazarse de objetividad. Las cartas, encima de la mesa. Por honestidad.